lunes, 9 de junio de 2025 00:53
Felipe Varela no fue un héroe de bronce. Fue de carne, hueso, ideas firmes y una convicción que no se doblaba. Nació en Huaycama, Catamarca, en 1821, en una familia bien federal. Desde joven ya mostraba ese fuego que lo acompañaría toda la vida. Aunque en los libros de historia no siempre se lo mencione como se merece, en el corazón del interior su figura sigue viva como símbolo de rebeldía con sentido.
Muchos lo encasillan como “un caudillo más”, de esos que andaban a caballo entre cerros, pero Felipe era otra cosa. Tenía una mirada política clara: quería un país federal, con justicia para todos, donde Buenos Aires no se llevara todo y las provincias no quedaran olvidadas como el fondo del patio. Y eso, claro, le costó caro. En los años 40 peleó contra Rosas, lo que lo obligó a exiliarse en Chile. Pero allá no se quedó quieto: se unió al ejército chileno en la Revolución de 1851. Cuando Rosas cayó, volvió a la Argentina y se unió a las fuerzas de la Confederación. Fue segundo jefe en la frontera de Río Cuarto. En 1861 combatió en la batalla de Pavón con Urquiza. Y aunque esa derrota marcó el inicio del dominio porteño, él no se resignó. Poco después, se sumó al Chacho Peñaloza en su lucha contra el centralismo. Cuando asesinaron al Chacho, Varela volvió a exiliarse en Chile. Allí se relacionó con un grupo de intelectuales llamado la Unión Americana, que no se callaba nada: denunciaban la guerra de la Triple Alianza, acusaban al Imperio de Brasil y al gobierno de Mitre de haber provocado un conflicto innecesario. Felipe compartía esa visión crítica y solidaria con los pueblos de América. Era un tipo informado, comprometido. No era solo lanza: también leía, escribía, debatía.
En 1866 regresó a Argentina y decidió jugarse entero. Vendió sus tierras, compró armas y se alzó desde Jáchal, San Juan, con unos 4.000 hombres, en su mayoría gauchos que confiaban en él. Sus tropas triunfaron en Tinogasta el 4 de marzo de 1867, pero fueron vencidas el 10 de abril en la batalla de Pozo de Vargas. Como dice la Zamba de Vargas: con lanzas no se puede contra los fusiles modernos del centro. Después de esa derrota, y con su salud ya deteriorada por la tuberculosis, Varela volvió a refugiarse en Chile. Murió allá, en Copiapó, el 4 de junio de 1870. Tenía apenas 49 años. En 1974, sus restos fueron repatriados para descansar en Catamarca, en un monumento levantado durante el gobierno de Hugo Mott. ¿Y por qué todavía hablamos de él? Porque en tiempos de vaivenes, donde muchos cambian de postura según el clima, recordar a alguien que no se bajó nunca de sus ideales es un acto de memoria necesario. Varela no fue perfecto, pero fue coherente. Peleó por lo que creía justo, aunque le costara el exilio, la derrota, la vida. Nunca buscó poder por poder: su causa fue siempre la justicia y la dignidad del pueblo del interior. Hoy, más que mirar su estatua, vale escucharlo. Porque todavía tiene algo para decirnos. Su rebeldía no fue caprichosa: fue una forma de amor a la patria olvidada. No venció en el campo de batalla, pero sí dejó una huella inmensa en la historia. Fue un ejemplo de firmeza frente a la injusticia. Nos recordó —y aún lo hace— que hay batallas que no se pierden mientras haya quienes las recuerden.
Algunas de sus frases siguen vivas como lanzas:
“Mi causa no es por poder, es por justicia.”
“Muero por la patria y por la causa de los humildes.”
“El gobierno de Buenos Aires ha prostituido la honra nacional.”
“Soy enemigo del despotismo, venga de donde venga.”
Felipe Varela murió lejos de su tierra, pero no de su causa. Su figura es esa brújula que nos apunta al norte: donde hay desigualdad, hay lucha. Y donde hay dignidad, hay memoria.