La reforma laboral que impulsa el gobierno de Javier Milei, según sus dichos, no está pensada para crear empleo. Está pensada para producir otra cosa: más desempleo, más inequidad y una transferencia profunda de recursos desde el trabajo y la economía productiva hacia el sistema financiero.
Detrás del discurso de la “modernización”, la reforma propone un cambio estructural que, lejos de fortalecer la economía real, tiende a cerrar empresas, despedir trabajadores y empujar a muchos de ellos hacia la informalidad. No es una lectura ideológica: el propio Gobierno de Milei admitió públicamente que modificar la legislación laboral no va a generar empleo registrado. Esa confesión desarma el argumento central con el que se intenta justificar la reforma.
El problema se agrava cuando se observa el rol del Fondo de Asistencia Laboral. El ministro de Desregulación del Estado, Federico Sturzenegger, reconoció que los fondos que irán al FAL reducirán la masa económica y financiera de la ANSES, el organismo que paga jubilaciones y pensiones. En otras palabras, recursos que hoy sostienen a los jubilados serán desviados hacia un fondo que no garantiza protección efectiva al trabajador.
La paradoja es evidente: una ley que dice buscar empleo termina desfinanciando el sistema previsional, debilitando el consumo interno —ya golpeado por jubilaciones y salarios bajos— y promoviendo, indirectamente, el cierre de empresas y los despidos. Es una política que ataca al mismo tiempo al trabajo activo y al trabajo pasivo.
Uno de los blancos principales de la reforma es la indemnización laboral. Sin embargo, la indemnización por despido no es un castigo al empleador ni un privilegio del trabajador. Es un mecanismo de reparación frente a una ruptura unilateral del contrato de trabajo. El despido genera una pérdida inmediata de estabilidad: el trabajador no puede salir a vender su fuerza de trabajo de un día para otro en un mercado que no es instantáneo.
Por eso la indemnización se basa en criterios objetivos y previsibles: antigüedad, salario perdido y causa del despido. A esto se suma un elemento central que suele omitirse: el plusvalor. El trabajador cede a la empresa parte del valor que produce, que no solo se transforma en ganancia, sino también en crecimiento y estabilidad de la propia empresa. La indemnización reconoce, en parte, esa entrega previa. Es calculable, conocida de antemano y sin sorpresas.
En cualquier contrato económico —alquileres, tarjetas de crédito, servicios esenciales— quien incumple paga penalidades o daños. Nadie discute esa lógica. ¿Por qué el trabajo, que además es un derecho humano, debería ser la excepción? Tampoco es cierto que la indemnización genere una “industria del juicio”. La indemnización evita el juicio. El conflicto aparece cuando no se paga, se paga mal o se despide de forma irregular. Donde hay cumplimiento de la ley, no hay litigio.
En este contexto aparece el FAL, presentado como una supuesta modernización. En realidad, es una transferencia de recursos desde el sistema productivo hacia el financiero. Se financia con un porcentaje de la masa salarial y con la merma de aportes a la seguridad social, generando desfinanciamiento previsional y trasladando recursos laborales al sistema financiero.
A diferencia de lo que ocurre en países como Alemania, Francia, Italia, España, Brasil o Uruguay, donde los fondos de despido protegen al trabajador, el FAL va en sentido contrario. En esos países, el costo del despido lo asume el empleador y los fondos pertenecen al trabajador o están claramente garantizados. En el FAL, el dinero no pertenece al trabajador. De este modo, el trabajador termina financiando su propio despido, asumiendo el riesgo financiero y perdiendo protección real.
El paralelo histórico es inevitable. El FAL reproduce la lógica de las AFJP: capitalización, promesas sin garantía, privatización del riesgo social y beneficios para intermediarios financieros. No es casualidad, es coherencia ideológica.
El balance final es claro. En los países desarrollados, los fondos laborales protegen al trabajador frente al despido. El FAL protege al sistema financiero frente al riesgo empresario. No es un fondo de asistencia laboral: es un subsidio a las empresas financiado con salarios.
Cuando una reforma laboral no crea empleo, debilita derechos, desfinancia jubilaciones y transfiere recursos al sistema financiero, no estamos frente a una modernización. Estamos frente a una política que produce desempleo, desigualdad y un retroceso social que la Argentina ya conoció, y pagó caro.
