jueves, 23 octubre, 2025
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Que la Justicia no mire para otro lado

La reciente condena dictada por la Cámara Nacional de Casación Penal contra tres guardiacárceles del penal de Devoto, en Buenos Aires, marca un punto de inflexión en la larga y oscura historia de impunidad que rodea la violencia carcelaria en la Argentina. Por primera vez en mucho tiempo, un tribunal de segunda instancia se anima a decir que la omisión también es una forma de violencia, y que quienes “miran para otro lado” frente a la tortura son tan responsables como los que la ejecutan.

En demasiadas cárceles y comisarías del país se ha naturalizado una suerte de “zona liberada”, donde la violencia entre internos o las torturas se toleran como parte del sistema. En demasiadas cárceles y comisarías del país se ha naturalizado una suerte de “zona liberada”, donde la violencia entre internos o las torturas se toleran como parte del sistema.

El fallo revierte una decisión insólita del tribunal de primera instancia, que había absuelto a los tres agentes del Servicio Penitenciario Federal pese a las pruebas abrumadoras que existían en su contra. La víctima —un interno del penal— fue brutalmente agredida el 16 de octubre por tres compañeros de pabellón que lo golpearon con puños, patadas y facazos; lo arrastraron a la cocina, donde intentaron quemarle la cara en una hornalla, provocándole graves quemaduras en la mano izquierda. Luego lo llevaron al baño, taparon un inodoro con ropa y sumergieron su cabeza hasta casi ahogarlo. La tortura culminó con una agresión atroz: le introdujeron medias en la boca, lo sostuvieron entre varios y lo violaron con un palo de escoba.

Durante horas, el hombre pidió auxilio. Los guardiacárceles estaban allí, a pocos metros. Escucharon los gritos, vieron los movimientos, pero eligieron la indiferencia. En los libros de celaduría dejaron asentado, con frialdad burocrática, la frase que se convirtió en símbolo de la complicidad penitenciaria: “sin novedades”.

El interno pasó toda la noche desangrándose y recién a la mañana siguiente fue trasladado primero al Hospital Penitenciario Central y luego al Vélez Sarsfield, donde los médicos debieron intervenirlo de urgencia. Le abrieron el abdomen, reconstruyeron parte del esfínter anal y le practicaron una colostomía, una derivación intestinal que lo obliga a vivir con una bolsa externa.

Lo más inquietante no es solo la ferocidad del ataque, sino el clima de impunidad que lo hizo posible. En demasiadas cárceles y comisarías del país se ha naturalizado una suerte de “zona liberada”, donde la violencia entre internos o las torturas cometidas por el personal se toleran como parte del sistema. Los agentes penitenciarios, lejos de ser garantes de la seguridad y la dignidad de las personas bajo su custodia, muchas veces se convierten en verdugos —o en cómplices pasivos— de prácticas que rozan lo inhumano.

Por eso este fallo es una señal auspiciosa. No repara el daño, pero puede sentar un precedente valioso para quebrar el pacto de silencio que durante años blindó a los responsables de estos crímenes. Que haya sido la Cámara de Casación la que finalmente pusiera las cosas en su lugar no solo da cuenta de la gravedad del hecho, sino también de la necesidad de que la Justicia empiece a mirar más allá de los muros del penal.

Porque si los guardiacárceles “miran para otro lado” y la Justicia también lo hace, el Estado en su conjunto se vuelve cómplice. Y ese es el límite que, por fin, un tribunal se animó a marcar.

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