Desde 1862, cuando Bartolomé Mitre asumió como primer presidente de la Nación unificada, la historia política argentina puede leerse como una extensa conversación entre el poder y la ciudadanía. A lo largo de más de siglo y medio, el voto —con sus avances, exclusiones, fraudes y reapropiaciones— fue el espejo donde el país se reconoció, discutió y se reinventó.
Entre 1862 y 2023 se celebraron 26 elecciones presidenciales y más de 69 elecciones legislativas. Sin embargo, el número no dice todo, detrás de cada práctica electoral se narra algo más profundo que el simple recambio de autoridades: la construcción conflictiva de la soberanía popular.
En la historia argentina, el voto no fue siempre un derecho, ni mucho menos un acto libre. Durante las primeras décadas, el voto fue un privilegio. La república oligárquica que describió José Luis Romero en Las ideas políticas en Argentina (1946) se sostenía sobre un sistema de notables, reservado a una elite terrateniente y económica, caracterizado por elecciones indirectas y voto cantado. Bartolomé Mitre, Julio A. Roca y sus herederos gobernaban un país cuyo andamiaje institucional se declaraba liberal, pero que en la práctica resultaba socialmente restrictivo y excluyente. Solo votaban los varones alfabetizados, en mesas controladas por las autoridades locales. La democracia era, como señaló Tulio HalperínDonghi, una “ficción útil para la legitimación del poder”.
El punto de inflexión llegó en 1912 con la Ley Sáenz Peña, que estableció el voto secreto, universal y obligatorio para los varones nativos y naturalizados. La reforma rompió el monopolio oligárquico y abrió las puertas a una ciudadanía más amplia. En 1916, Hipólito Yrigoyen asumió la presidencia como el primer mandatario elegido por sufragio libre. Según Natalio Botana, ese momento marcó el inicio de una “república democrática de masas” que transformó la política argentina.
Sin embargo, la universalidad aún era incompleta: las mujeres, los analfabetos y los extranjeros seguían excluidos. Recién en 1947, el voto femenino se incorporó al sistema electoral, con la Ley 13.010 impulsada por Eva Perón, un logro que también fue fruto de la memoria y la lucha de pioneras argentinas como Alicia Moreau de Justo, Julieta Lanteri y Elvira Dellepiane de Rawson. En las elecciones de 1951 participaron por primera vez más de 3,5 millones de mujeres. Fue, como destacó Dora Barrancos, un acto de emancipación política que modificó para siempre el mapa del poder.
Entre 1930 y 1983, la praxis democrática argentina fue interrumpida por un total de seis irrupciones militares, cada una de ellas con motivaciones y dinámicas históricas específicas. Notable es el caso de 1943, cuyo propósito manifiesto era la desarticulación del régimen político caracterizado por el fraude electoral y la hegemonía oligárquica, mientras que las subsiguientes intervenciones castrenses comprometieron gravemente la continuidad institucional y distorsionaron la soberanía popular expresada a través del voto. Hubo proscripciones, censura y exilios. El peronismo fue proscripto y perseguido durante 18 años, y el sufragio se convirtió en un acto vigilado. En ese tiempo, como escribió Luis Alberto Romero, la política fue reemplazada por la tutela militar y el miedo se impuso sobre la voluntad popular.
El retorno democrático de 1983, con Raúl Alfonsín, inauguró la etapa más prolongada de estabilidad institucional en la historia argentina. Desde entonces, el país ha celebrado 10 elecciones presidenciales y 21 legislativas nacionales consecutivas (sin contar las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias -PASO), todas ellas sin interrupciones. Este ciclo, según Steven Levitsky y María Victoria Murillo, consolidó una democracia «de baja calidad, pero de notable resiliencia», capaz de sobrevivir a crisis económicas, escándalos y polarizaciones extremas e intensas.
El sufragio en la Argentina evolucionó también en su forma. De las boletas únicas por lista partidaria del siglo XIX se pasó al voto secreto en urna de madera, y más tarde a las boletas partidarias múltiples. En 2011 se incorporó el voto joven (a partir de los 16 años), y desde 2013 se modernizaron los padrones y los sistemas de control. En octubre de 2024, se implementó por primera vez la boleta única en todo el país, consolidando una herramienta que busca simplificar el voto y reducir errores y adulteraciones. No obstante, aún persisten desigualdades: el voto no es obligatorio para jóvenes y mayores de 70, y las provincias conservan calendarios electorales propios.
Las elecciones nacionales de 2025 —las vigésimo segundas legislativas desde 1983— vuelven a interpelar a una ciudadanía que, entre la desconfianza y la esperanza, sigue viendo en el voto una herramienta de afirmación. La Argentina ha transitado de un Estado oligárquico a una democracia plebeya, de las proscripciones a la competencia abierta, y de la violencia política a la disputa mediática y digital. Cada voto, en ese recorrido, ha sido una forma de resistencia frente al olvido.
Como advirtió Halperín Donghi, “el voto no es solo un instrumento de gobierno, sino un modo de reconocerse parte de la historia común”. En tiempos donde el desencanto amenaza con vaciar de sentido a la política, recordar esa genealogía es un ejercicio de memoria democrática. Votar no garantiza la justicia ni la igualdad, pero su ausencia las hace imposibles.
A 163 años de la primera elección nacional, el país ha conocido golpes, reformas, fraudes, ampliaciones y conquistas. Ha votado bajo dictaduras encubiertas y bajo democracias plenas; ha elegido con miedo y con esperanza. Y, aun así, el acto de votar persiste como el gesto más poderoso de continuidad histórica.
Quizás por eso, cada elección argentina es también una ceremonia de reencuentro con el pasado: con los obreros de la Ley Sáenz Peña, con las mujeres de 1951, con los jóvenes de 1983, con quienes, en cada época, creyeron que el voto podía cambiar algo más que un gobierno. Las elecciones de 2025 no serán una excepción. Serán, una vez más, la puesta en marcha de esa conversación inacabada entre la historia y el pueblo. Porque votar, en la Argentina del siglo XXI, es también recordar a los que no pudieron hacerlo: los fusilados de 1956, los desaparecidos del 76, los exiliados, los silenciados. El voto, entonces, no es solo un derecho sino una forma de memoria activa.