miércoles, 15 octubre, 2025
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Patrimonio que se deprecia día a día

Desde el 10 de diciembre de 2023, el país asiste a un proceso de deterioro silencioso pero devastador por el abandono de la infraestructura pública. El Gobierno nacional no solo frenó la ejecución de nuevas obras, sino que también detuvo las que ya estaban en marcha y suspendió toda inversión en mantenimiento o reposición de activos. Lo que a primera vista puede parecer un ahorro presupuestario es, en realidad, una pérdida monumental para el conjunto de la sociedad.

Según advirtió la Cámara Argentina de la Construcción, a través de su titular Gustavo Weiss, el desfinanciamiento de la infraestructura pública implica una pérdida anual de alrededor de 25.000 millones de dólares. Y el panorama no mejora, porque el proyecto de Presupuesto 2026 prevé destinar apenas el 10% de lo que sería necesario para revertir el deterioro, lo que anticipa un agravamiento de la crisis en los próximos años.

El valor actual de la infraestructura pública argentina se estima en 634.000 millones de dólares, equivalentes a 1,14 veces el Producto Interno Bruto. Sin embargo, ese patrimonio se está depreciando día a día bajo el peso del ajuste, que recorta gastos y desmantela capacidades estratégicas del Estado.

La infraestructura pública no es un gasto sino una inversión estratégica, la base material sobre la que se construye el desarrollo de una nación. La infraestructura pública no es un gasto sino una inversión estratégica, la base material sobre la que se construye el desarrollo de una nación.

Las consecuencias ya se sienten en todo el país. Provincias y municipios, forzados por la inacción nacional, han debido salir a cubrir con recursos propios los gastos más elementales de mantenimiento o incluso retomar obras que habían sido abandonadas. Esfuerzos loables, pero claramente insuficientes. La magnitud de la infraestructura pública requiere del financiamiento y la planificación del Estado nacional, que es el único con capacidad técnica y presupuestaria para sostenerla.

Los sectores más golpeados por la parálisis son los de mayor impacto social y económico: la red vial, el saneamiento y los ferrocarriles. El argumento oficial de que el sector privado debe asumir la responsabilidad de las obras públicas es, además, inviable. La inversión privada en infraestructura apenas alcanza hoy el 15% del total, frente a un 85% que históricamente ha estado en manos del Estado. Y aun si se ampliara esa participación, los privados solo invertirían en proyectos rentables, dejando de lado aquellos que son esenciales para la integración territorial y el bienestar social, pero que no generan ganancias inmediatas.

El costo de este abandono no es solo económico. Cada puente que se agrieta, cada ruta que se rompe, cada obra que se detiene implica vidas humanas en riesgo y un futuro que se aleja. La infraestructura pública no es un gasto sino una inversión estratégica, la base material sobre la que se construye el desarrollo de una nación.

Por eso, el país no puede permitirse seguir perdiendo miles de millones en patrimonio ni resignarse a la degradación de su infraestructura. Es urgente revertir la política de desfinanciamiento antes de que los daños sean irreversibles. Porque cuando se deja caer lo público, lo que se derrumba no son solo las obras sino la posibilidad misma de un proyecto de país.

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