En Argentina la economía suele ser un género literario: a veces drama, a veces farsa, casi siempre tragicomedia. El ministro de Economía, Luis “Toto” Caputo, decidió aportar su capítulo con una frase digna de manual: prometió en un streaming que vendería “hasta el último dólar” para defender el techo de la banda cambiaria.
Una declaración que sonó heroica, como si se tratara de un general dispuesto a morir en la trinchera. Pero la épica duró lo que un café en la City: al día siguiente, el Banco Central tuvo que desprenderse de US$678 millones de reservas para contener el tipo de cambio. Veinticuatro horas antes habían sido US$379 millones. El saldo de la semana: más de US$1.100 millones en tres ruedas. Con semejante sangría, al ritmo de Caputo el último dólar se verá antes de lo esperado.
El problema no es la frase, sino la realidad. El dólar oficial ya se vende a $1.515, en un contexto donde no se consigue divisa por menos de $1500 en ningún banco. El mayorista coquetea con el techo de la banda en $1475, y cada vez que lo toca el mercado sabe que habrá una oferta oficial generosa. Es como jugar a la ruleta con fichas ajenas: los inversores apuestan tranquilos, porque saben que el crupier es el propio Estado.
El riesgo país, mientras tanto, superó los 1.500 puntos, el segundo más alto de la región detrás de Venezuela. Traducido: cada vez cuesta más caro endeudarse afuera, justo cuando el Gobierno necesita dólares frescos.
Algunos economistas cercanos al Presidente recomiendan eliminar las bandas y dejar que el dólar flote libremente. Sería lo más coherente con el ideario libertario: que el mercado diga a cuánto se paga la divisa, aunque eso signifique un salto inmediato. Pero la política mete la cola: con elecciones en octubre, nadie en Balcarce 50 está dispuesto a validar una devaluación que impactaría en los precios y pulverizaría cualquier expectativa electoral. Mejor seguir vendiendo reservas y esperar un milagro, como si la confianza se imprimiera junto con los billetes.
El Presidente, fiel a su estilo, prefiere culpar al “pánico político” y a la oposición de torpedear el rumbo económico. Puede que haya algo de cierto: las dos derrotas recientes en el Congreso debilitaron al oficialismo. Pero reducir la crisis cambiaria a un complot opositor es como culpar al termómetro por la fiebre. Los mercados también miran la realidad: reservas que se esfuman, bonos que caen, acciones que se desploman y un Gobierno que declara con tono épico lo que los números se empeñan en desmentir.
La ironía es que Milei llegó al poder prometiendo disciplina y control. Pero ahora, con la inflación que no cede y el dólar encorsetado a fuerza de liquidar reservas, el oficialismo se parece más a aquellos gobiernos que tanto criticó. La consigna de “hasta el último dólar” recuerda a otros lemas grandilocuentes de la política argentina: suenan firmes, pero envejecen mal.
El dilema es evidente. Si Caputo insiste en defender la banda, cada día perderá más reservas y más credibilidad. Si la abandona, el salto cambiario puede acelerar la inflación y dinamitar el capital político de Milei en plena campaña. En el medio, la economía real se ajusta sola: el dólar tarjeta roza los $1970, el blue se negocia en $1520 y la brecha vuelve a incomodar.
Al final, lo que debería ser un programa de estabilización se convirtió en un reality: cada jornada los argentinos miran cuántos millones se fueron y apuestan si el “último dólar” llega antes de las elecciones o después. Lo único seguro es que, como siempre, la factura la paga la gente con precios más altos y más incertidumbre.
Quizás el verdadero problema no sea cuántos dólares quedan en las arcas del Central, sino cuánta confianza le queda al Gobierno para sostener un esquema que luce cada día más insostenible. Porque en economía, a diferencia de los streams ministeriales, los slogans no alcanzan. Y la ironía final es brutal: Caputo prometió vender hasta el último dólar, pero lo que se está evaporando mucho más rápido es la credibilidad.