Tenía 12 años la primera vez que me acosaron sexualmente en la calle. Cursaba mi primer año en «La Fray» y un día, volviendo a mi casa, un tipo me dijo algo tan horrible que aún lo recuerdo. En ese momento usaba la pollera hasta las rodillas y no tenía idea de lo que significaban esas palabras, solo que me atravesó la violencia y sentí miedo. Como el miedo y la humillación que sentí cuando mis compañeros me encerraron en un círculo y me tocaron la cola. Quizá la pollera estaba a media pierna en ese entonces y, bajo la lógica de una parte de la sociedad, era mi culpa. Mi culpa, como esa vez que el profesor de Matemática se paró detrás de mí y me rozó. No recuerdo el largo de la pollera aquella vez, pero sí recuerdo que nos pasaba a casi todas.
La verdad es que siempre a nosotras nos han enseñado la importancia del pudor, e incluso nos han responsabilizado cuando «la violaron porque tenía la pollerita muy corta«. Y es que esta sociedad se encarga de diseñar todo tipo de dispositivos para disciplinarnos, en vez de poner empeño en que los varones no acosen o abusen.
Esos dispositivos se denominan Códigos de vestimenta y aplican para estudiantes, docentes, empleadas de comercio, médicas, secretarias y cualquier otra mujer que, con el largo de su pollera, pueda «provocar a un varón».
Esos códigos de vestimenta que dicen «no provocar» son solo excusas para controlar cuerpos, sobre todo los de mujeres y chicas. Se disfrazan de reglas para el «orden» o la «decencia», pero en realidad cargan la culpa sobre nosotras, como si nuestra ropa fuera el problema. Piensen en una chica de secundaria que llega con shorts o una pollera un poco más corta: la directora la expone delante de todos, diciendo que «distrae a los chicos». ¿Qué se enseña ahí? No respeto, sino vergüenza.
Es por eso celebro que las estudiantes de la Escuela Preuniversitaria «Fray Mamerto Esquiú» hayan roto la mordaza del silencio que produce la humillación, que levanten sus voces para exigir respeto y, sobre todo, que lo hagan en una sociedad que muchas veces es bastante hipócrita y que otras tantas reacciona con violencia cuando se levanta la voz.
En Argentina, casos como el de una escuela en La Plata, Buenos Aires, en septiembre de 2023, donde una alumna de 15 años fue manoseada bajo su pollera del uniforme y la directora la culpó diciendo que era «por llevarla muy corta», muestran cómo estos códigos, que se traducen en culpas por vestimenta, afectan a chicas y perpetúan violencias de género. El caso citado, reportado por medios locales como El Día y La Opinión Austral, desató un «pollerazo» masivo de las alumnas de 1° a 6° año, exigiendo respeto y no culpabilización, pero la vicedirectora insistió en que la prenda era el problema, ignorando al agresor.
Siempre es a nosotras. Los chicos con camisetas ajustadas o pantalones bajos no reciben una mirada, porque la sociedad los ve como «activos» y a nosotras como «peligrosas», un doble estándar que refuerza estereotipos machistas y normaliza el acoso.
Datos del Ministerio de Educación de la Nación, en informes sobre convivencia escolar, prueban que en escuelas con reglas estrictas de vestimenta, la deserción de chicas sube hasta un 15%, porque la humillación y la vergüenza las alejan de los estudios, profundizando brechas de género en la educación. Esto no educa; solo reproduce violencia.
La lógica es simple y cruel: en vez de educar en consentimiento y respeto, se vigila la tela, culpando a las víctimas y desviando el foco de los verdaderos agresores. Esto perpetúa un ciclo de discriminación de género, donde el cuerpo femenino se convierte en objeto de control, ignorando que el acoso no depende de la ropa, sino de actitudes culturales y falta de educación integral.
En Córdoba, en octubre de 2024, el Instituto Parroquial Bernardo D’Elía en Villa Carlos Paz prohibió las faldas en el uniforme por «exhibiciones indeseables» y «muslos a la vista», argumentando que no alineaba con estándares de vestimenta apropiada, lo que desató indignación y protestas de padres y alumnos por reforzar culpabilización en lugar de abordar el acoso real. Esta medida no resolvió nada; solo creó más daño, profundizando la vergüenza y desigualdad, como se vio en las reacciones en redes y medios locales, donde se cuestionó su impacto en la autoestima de las chicas.
Países como Canadá y Suecia han avanzado al eliminar códigos estrictos, registrando reducciones en acoso escolar; por ejemplo, en Canadá, reformas en Ontario desde 2018 priorizaron políticas inclusivas sin énfasis en «provocación», contribuyendo a bajar un 20 a 5% los reportes de acoso según informes de la OCDE sobre equidad educativa y bienestar escolar.
En Suecia, la eliminación gradual de uniformes y códigos restrictivos desde los 2000, ha correlacionado con un descenso del 15 al 25% en violencias escolares, como detalla la OCDE en estudios sobre entornos educativos inclusivos y prevención de bullying. Otro ejemplo es el de Finlandia, único país donde el gobierno prohíbe uniformes escolares para fomentar la expresión individual, resultando en tasas de acoso más bajas que el promedio europeo según UNICEF y OCDE.
La Educación Sexual Integral (Ley 26.150 de 2006) lo dice claro: hay que promover autonomía y no vigilancia, integrando respeto, consentimiento y equidad para desmantelar estos mecanismos opresivos.
Está muy claro que no estamos discutiendo sobre las dimensiones de una pollera, sino de modelos de educación. Necesitamos adultos que sean capaces de contener, dar respuestas y educar por y para la libertad.
Laura García Vizcarra
Docente y comunicadora