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Algo en qué pensar mientras lavamos los platos
Por Rodrigo L. Ovejero.
Ha sido un largo camino desde que uno de nuestros ancestros, hace miles de años, se encontró de pronto con un poco de tiempo libre y se le ocurrió tirar por primera vez una piedra plana al río con la intención de que rebotara sobre el agua, hasta el año 2013, momento en el que Kurt Steiner estableció la plusmarca mundial de hacer sapito en ochenta y ocho rebotes (no puedo dar fe de que el dato apuntado sea cierto, a mí también me parece demasiado alto). Millones de piedras se arrojaron desde entonces.
Pero no tiene caso hablar de cifras (¿ochenta y ocho? Imposible) en una actividad eminentemente lúdica, en la cual el adversario es uno mismo. Ernest Hemingway dijo alguna vez que la verdadera nobleza no consistía en superar a los demás, sino a uno mismo. Esto lo dijo, justamente, mientras tiraba piedras desde el malecón de La Habana, arqueando la cintura en un gesto técnico impecable, la mirada en llamas, intentando superar su mejor marca personal, de quince rebotes.
De todas maneras, se trata de una actividad que no posee estadísticas tan precisas como el fútbol o el básquetbol, disciplinas más organizadas en las que se cuenta con números poco menos que indiscutibles. Cualquiera puede arrogarse el título mundial de hacer sapito, habida cuenta de la falta de una entidad organizadora que nuclee a las distintas asociaciones de jugadores. Las estadísticas de hacer sapito se encuentran en una incertidumbre intolerable, un universo de confusión en el que tanto valen los ochenta y ocho rebotes de Steiner (una cifra, por lo menos, discutible) como cualquier otra que se consiga la próxima vez que visitemos un río.
Yo he tomado la precaución, por lo tanto, de llevar un minucioso registro de mis estadísticas en este asunto, dado que la falta de estadígrafos profesionales en la actividad nos obliga a hacernos responsables de nuestros números. A la fecha, los nueve rebotes que conseguí en Junín en 1993 se mantienen en un primer puesto que mi natural declive físico –tengo muy arraigada la costumbre de cumplir años- hace muy difícil superar. Sin embargo, no me interesan los números (es una ridiculez la cifra ochenta y ocho, una burda mentira) sino la necesidad de seguir tirando piedras a los ríos. Es el mismo principio que me obliga a hacer un bollo con los papeles que voy a descartar y lanzarlo al cesto en una jugada agónica que le asegura el triunfo a mi equipo.
Me da mucho miedo el día en que no sienta el impulso de hacerlo, me resulta de suma importancia seguir tirando piedras al río. Porque llega el momento, por desgracia, en el cual dejamos de patear latas en la calle, dejamos de buscar formas en las nubes, dejamos de saltar pequeños espacios con la seriedad con que lo exige el hecho indiscutible de que en ellos bulle lava mortal. Dejamos de jugar, en una palabra.