Por Roberto Demiani Arguello
El reciente proceso de destitución del senador Edgardo Kueider ha dejado al descubierto las inconsistencias y contradicciones del sistema político argentino. Mientras su separación del cargo por supuestos actos de corrupción pretende ser un símbolo de transparencia, este caso revela no solo las debilidades del reglamento parlamentario, sino también la selectividad y el cinismo con que se aborda el flagelo de la corrupción en la política nacional.
Un procedimiento plagado de fallas
La destitución de Kueider se llevó a cabo en un marco que, más que garantizar justicia, expuso serias deficiencias en la normativa y el procedimiento parlamentario. Por un lado, las reglas para avanzar con la remoción de un senador no solo carecen de claridad, sino que se prestan para interpretaciones arbitrarias que favorecen los intereses políticos del momento. No se establecieron mecanismos robustos para garantizar el derecho a la defensa ni para evitar el sesgo político en la evaluación de las pruebas presentadas.
Este proceso, acelerado y sin las garantías de un debido proceso judicial previo, da lugar a interrogantes clave: ¿se trató de una verdadera búsqueda de justicia o de una jugada política para eliminar a un adversario incómodo?
La corrupción que no se quiere ver
El caso Kueider, más allá de su posible culpabilidad, pone en evidencia un doble estándar alarmante. Si bien es cierto que la corrupción debe combatirse con firmeza, la política argentina parece tener una vara diferente según quién sea el acusado. ¿Por qué no se aplica el mismo rigor a otros actores cuyos patrimonios abultados son un reflejo evidente de enriquecimiento ilícito?
Muchos dirigentes políticos exhiben bienes y propiedades incompatibles con sus ingresos, acumulados a lo largo de años de función pública. Sin embargo, el Congreso y la Justicia permanecen en silencio ante estas irregularidades. Esto plantea una realidad incómoda: la destitución de un senador por corrupción puede ser celebrada como un ejemplo de ética, pero ¿no resulta paradójico que quienes levantan la bandera de la transparencia sean, en muchos casos, parte del problema estructural?
La corrupción en Argentina no radica exclusivamente en casos aislados de sobornos de origen de fondos contrabandos o desvíos de fondos, sino en el entramado sistémico que permite a funcionarios, legisladores e incluso jueces acumular fortunas mientras ostentan cargos públicos. La evidente falta de controles efectivos, sumada a la connivencia de distintos poderes del Estado, perpetúa un sistema que premia el enriquecimiento ilícito y castiga solo a quienes caen en desgracia política.
El símbolo vacío de la transparencia
El caso Kueider, entonces, más que un triunfo de la transparencia, es un recordatorio de la hipocresía política. Argentina no necesita destituciones selectivas, sino una transformación profunda que ataque la corrupción en su raíz. Esto incluye una reforma integral del sistema político y judicial, con mecanismos reales de rendición de cuentas y sanciones efectivas para todos los implicados, sin importar su posición o afiliación.
De lo contrario, seguirán proliferando las operaciones mediáticas y políticas que buscan distraer a la ciudadanía de los verdaderos problemas estructurales, mientras los corruptos de siempre continúan acumulando bienes, propiedades y privilegios en la impunidad más absoluta.
¿Será este el momento en que la sociedad argentina exija una limpieza real y no solo aparente en la política? El caso Kueider nos deja más preguntas que respuestas. Es hora de que la lucha contra la corrupción deje de ser una herramienta de ajuste de cuentas políticas y se transforme en una política de Estado.