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De promesas y olvido

jueves, 12 de septiembre de 2024 09:00

   -¡Senador, senador, por favor…! descolló la voz de la mujer de entre la multitud. Sonó tan insistente que Pedraza le hizo un gesto de fastidio al secretario.

   – ¿En qué puedo ayudarte?, le preguntó el último, entre bostezos que intentaría disimular con sonrisa estúpida.

   La aludida pareció no percatarse (o no quiso) de la cara de vinagre del hombrecito y, a duras penas, sin soltar la mano del niño que la acompañaba, expuso, mostrando una hilera de dientes, blancos y perfectos:

   -Dígale al señor senador, él me conoce, dígale que soy Soraya Bermúdez de El Bajo, que necesito hablarle, que hoy no tenemos ni para comer, que Robertito (habló en una especie de súplica, señalando con la cabeza al pequeño) ya tiene doce añitos y…él ya sabe vio, dígale eso quiere, fuimos muy cercanos alguna vez; como le dije: él sabe…

 Gutiérrez iba a indicarle algo acerca de que no era conveniente intentar hablar con el senador, eran los momentos previos al discurso y mucha gente deseaba lo mismo que ella, que estaba cansado, que… Tal vez debido al rostro macilento de la dama, (no era una mujer mayor, por cierto, aún exteriorizaba cierto garbo) o quizá conmovido ante los ojitos de Robertito que rezumaba admiración hacia aquel hombre grandilocuente encima del tablado, fue que concluyó apuntándole:

Está bien, señora, pero tenga paciencia por favor, voy a hacer todo lo posible para que el senador la ayude, cálmese.

Un viejo vestido floreado envolvía a la mujer orlado de festón granate, de esos que ya casi no se usan. El niño, por su parte, un alfeñique de mirada extraviada, con profundas sombras alrededor de los ojos oscuros, lo miraba extasiado. La piel pegada a los pómulos le dijo que seguramente ese pendejo pordiosero se drogaba, que era un negrito de la villa, un pichón de delincuente o algo así, que por eso estaba así, hecho pelota, al igual que la madre, esa sucia clinuda que se hacía la mosquita muerta; de seguro querían plata para falopearse. Pero había gente, tanta gente presente que el dependiente del senador prefirió disimular y antes de sacudir la cabeza y echar una mirada de soslayo a ambos, sonrió comprimiendo los labios. Estaba harto. Sin embargo lo que mas hubo de extrañar a Gutiérrrez fue el parecido que notara en los rasgos del barbilampiño, tan luego con el pedante empoderado que no dejaba de gesticular y arengar al vulgo que aplaudía a rabiar, reventando tambores y cornetas, como si jugasen Boca y Ríver. Se dijo que era una casualidad, que estaba cansado de tanta estupidez, que Pedraza un energúmeno sin abuela era la personificación de la corrupción, y ahora se la daba de gran señor.

   -¡Oiga hombre, ¿ me escuchó?

  -¡Ah sí, sí, disculpe, ya me encargo!

     El acontecimiento era importante, deambulaban lustrosos autos de alta gama y trajeados por todos lados; inaugurarían con el gobernador y el intendente un barrio de viviendas en la villa de Tres de Febrero, punzón candente y nefando en el corazón de Caseros donde no pasara semana sin un muerto por sobredosis o a tiros en las gimientes calles aledañas a la placita Pineral. Si todo seguía así Pedraza tenía asegurada la reelección y hasta podría aspirar a la gobernación. Ciertamente, como usted podrá darse idea, en la Argentilandia de aquellos días, cualquier cosa podía ser posible si se carecía de escrúpulos y uno se la daba de político sensible.

  Minutos después, desde el escenario, el senador le hace señas a Gutiérrez; éste se acerca dándose paso a los empujones, siempre sin dejar de sonreír. La verdad que ya no aguantaba mucho a su jefe, lo tenía podrido, ¿qué podrido?, ¡repodrido!, de tanto mandonearlo; encima le tiraba migajas que apenas si le alcanzaba para parar la olla; Sara ya no le creía eso de que ni bien fuere reelecto Pedraza su situación económica cambiaría y hasta podrían ampliar la casita para el hijo en camino. Entre el estrépito ensordecedor se dijo que de haberle hecho caso a la madre (Pobrecita doña Aldacira Fuentes, ¡cómo debía estar revolcándose de bronca en la tumba: gracias a que levantaba quiniela y vendía panes caseros pudo pagarle el estudio al hijo!), no andaría un abogado novato egresado a duras penas de La UBA detrás de ese negro engreído y gordinflón que apenas si cursara el secundario. Se consoló en pensar que la política en este país es así: ¡da para todo!, si persistía, algún día también le tocaría a él, una porción de Argentilandia, claro.

   -¡Ché, Gutiérrez!, ¿me oís pibe?, ¡dale unos pesos a la turrita ésa y que no se me acerque, querés! ¡Ya sabes cuál, no te hagas el boludo, trátamelo bien al pibe! El antedicho apenas si pudo voltear la cabeza para advertir a la mujer y el niño detrás de los hombros. -¡Otra cosa Gutiérrez: hazla firmar bien y que aclare con DNI; a la cifra la ponemos después, no te olvides, ya sabes, o te lo descuento!

  El subordinado, entre el bullicio, no pudo ocultar el resoplido de fastidio: en verdad que ese gordo despreciable lo tenía lleno. Si seguía así, en cualquier momento lo mandaba al frente ante el periodista de la televisión que andaba husmeando en no sé qué curro del gordo. Los ojos de víbora de aquel lo observaban, tragó salivo y escupió: -Está bien, senador- para hundirse entre la gente y hacerle señas a la mujer que lo siguiese.

 Semanas después, el mismo parlamentario arengaba en otro acto…  

   La acólita y su hijo también estaban y se las arreglaron para dar con Gutiérrez; otro recibo, nueva promesa de lealtad, y la sonrisa triste con la admiración revivida en los ojos del mozalbete.

    En tanto, el político, chorreando por los pómulos regordetes, envuelto por el estruendo de los tambores y vítores, agradecía con ancha sonrisa de telenovela el apoyo para la campaña que entraba en la recta final; ése domingo habría elecciones. La mujer aplaudió como el resto y abrazó al hijo que no se le despegaba un segundo. Éste, sin soltar el choripán no dejaba de mirar en derredor las luces de la ciudad: los fantasmas, enormes y coloridos, se removían como enloquecidos en el laberinto de millones de luces amarillentas y resplandecientes, con ventanitas multiformes y siluetas de hombres y mujeres cubiertos de sudor, sumidos en la noche, como murciélagos desorientados colgados por ahí, jadeantes y exhaustos. Los bocinazos y la gritería apabullaron al niño y quizá fuese por eso que la cabeza le dio vueltas y vueltas.

   Soraya le tomó de la mano. Sonrió con dificultad. La tuberculosis la tenía mal. No pudo evitar el estremecimiento y el aliento caliente le endureció los labios. El aroma a amoníaco esponjado era penetrante, tosió, llevó sus dedos a los labios para retirarlos, tibios y teñidos de escarlata. Disimuló las lágrimas como pudo. Imaginó lo que vendría: pasillos lustrosos, la lavandina cosquilleándole en los pulmones, las paredes de azulejos blancos y los hombres y las mujeres ataviadas en batas blancas, lo sabía, sabía tan bien que en cuestión de meses el niño…

   Al fin la fanfarria proselitista concluyó y los bombos también acallaron el ruido atronador, a excepción de la basura cubriendo calles y veredas y, entre ellos, los coloridos folletos con rostros de sonrisa Odol.

  -¡Ves hijo al senador, es….es…, dijo, deglutiendo la palabra. Carraspeó, resopló y agregó: – Tenés que estudiar para político, eso es!

  El jovencito la miró como si no entendiera, después sonrió y tragó de un bocado el resto del choripán que le pasara.

   -¿Cómo decís, mamá?

  – Como te dije, hijito de mi corazón: ¡tienes que estudiar para político!

  -¿Estudiar para qué?, si yo quiero ser doctor, no político.

  – ¡Como te dije: debes estudiar para político!

  – ¿Para político, mamá? Si vos siempre dices que no sirven.

 – ¡Y sí, hijo, ¡es cierto!, pero son los únicos que no se cagan de hambre en este país, concluiría Soraya Bermúdez, previo a zambullirse en las penumbras que ahora olían a promesas y olvido.

  -¡Argentilandia, vio!

                                                                 IGNACIO MARTIN LUI

IGNACIO MARTIN LUI es el seudónimo del escritor Guillermo Antonio Fernández, profesor en Historia jubilado. Reside en la provincia de Catamarca y entre sus obras se encuentran: Oíd Mortales, Estrellas en el río, Cuentos de la tierra brava, El Aullido de la muerte, Arrivederci, y el más reciente (2023) Pandemia. Ha obtenido numerosos premios y distinciones nacionales e internacionales.

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