Al caer en desgracia, el kirchnerismo dejó en la sociedad un capital valioso capaz de dar sustento a una verdadera vuelta de página. Me refiero al convencimiento, en amplios sectores, de que la mentira como método y la corrupción rampante, enmascaradas en el engaño del “Estado presente”, llevaron a la quiebra material y moral del país. Con el cuarto gobierno K tocamos fondo. Los primeros tres se esmeraron en el daño cultural y social. El de Alberto, Cristina y Massa completó la destrucción de la economía. El peronismo, por fin, iba a pagar los costos de la aventura alienada que había encarnado durante los últimos veinte años. Lo hizo, y hoy inverna bajo los efectos de la resaca por la borrachera de poder y dinero que se regaló, mientras siguen apareciendo postales de los tiempos felices –del yate de Insaurralde al escándalo de los brokers de seguros– y la sociedad espera el avance de juicios que son la radiografía de la época, como la causa de los cuadernos y la de vialidad.
El desmadre kirchnerista ha producido, además del triunfo de Javier Milei en noviembre, una toma de conciencia: así, en brazos del populismo peronista, del modelo clientelista y rentístico que secó al país, no podíamos seguir. Cada cual puede elegir las palabras que quiera, pero esa es más o menos la idea. Aunque es difícil señalar manifestaciones concretas de esta suerte de despertar, se lo siente en el aire. Y aparece aludido entrelíneas cuando se habla con referentes de los más variados sectores. Por algo los responsables de la debacle nac&pop siguen guardados. Por algo cuando aparecen, como por ejemplo ahora los sindicalistas, lo hacen envueltos en un olímpico descrédito.
Todo es efímero en la Argentina y esta toma de conciencia puede no ser la excepción. Pero es el capital más valioso que tenemos. La base más firme de una esperanza que persiste a pesar de todo. Hay en el país un anhelo de cambio. Y existe además el convencimiento social de que estamos ante una gran oportunidad, acaso la última, de revertir la decadencia. Esa esperanza es la que permite a tantos seguir adelante a pesar del terrible impacto de la recesión. Hay un sentido. Hay un propósito.
«Cada vez que Milei atiza la antinomia amigo/enemigo se aleja del cambio anunciado y se acerca más a lo que pretende dejar atrás y tanto dice odiar»
Parte del voto a Milei, el que obtuvo en noviembre y el que obtiene hoy en ejercicio del poder, está hecho de esta esperanza. Pero no solo de eso. También hay en ese voto una cuota grande de bronca y resentimiento contra la clase política y la dirigencia. Gente harta, exhausta, que busca desahogo. El Presidente sintoniza muy bien con esos sentimientos de rabia y frustración. Los alentó para ganar en las urnas. Y ahora los alienta para profundizar una polarización a la que se aferra para gobernar, acaso porque no conoce otro método. No pierde oportunidad de demonizar a “la casta”. Esa es la constante en el Presidente. Entran en esa categoría todos aquellos que se atreven a levantar una crítica. La última semana no se salvó nadie.
Cada vez que Milei atiza la antinomia amigo/enemigo, se aleja del cambio y se acerca a lo que pretende dejar atrás y tanto odia. Los extremos se tocan: lo que identificaba la praxis del gobierno kirchnerista acaba por identificar también la del actual. Se llama populismo. En eso, que es lo esencial, seguimos igual. O peor, porque el empecinamiento en continuar con la tarea de destrucción del sistema político que emprendió el gobierno anterior solo puede profundizar el deterioro institucional en que vivimos. Y aunque la desesperación nos lleve a pensar lo contrario, si antes no se arregla la política, no se puede arreglar la economía. Al menos en una democracia republicana que se precie de tal.
En la actitud adolescente de insultar a colectivos enteros sin discriminación, Milei se muestra como un producto de las redes sociales, donde los agravios son moneda corriente y pasan sin consecuencia ni culpa. Adoptó para su vida la lógica beligerante de las redes. Desde su óptica, toda crítica supone perversidad o mala fe del que la emite y por eso es capaz de decir las peores cosas de quien se atreva a cuestionarlo incluso con buena intención. Nadie ni nada se salva. En una charla con Alejandro Fantino despreció el Pacto de Mayo y a quienes ha invitado a firmarlo. “Si quieren confrontación, va a haber confrontación”, advirtió. Se diría que necesita el conflicto. Pero él, como presidente, está llamado a construir, no a destruir.
Alguna vez lo apunté en este espacio: la esperanza es un deber del sentimiento. Es una línea de un poema del portugués Fernando Pessoa, escondido detrás de alguno de sus heterónimos. Cumplamos con nuestro deber, entonces, y evitemos los fatalismos. Pero también es deber de todos alzar la voz en una crítica cuando nos parece que el Gobierno se equivoca feo o vemos una contradicción entre la palabra y los hechos. La idolatría al que manda es fanatismo banal, pero también es mala cosa aceptar en silencio lo inaceptable, dejar pasar esto a cambio de aquello o simplemente hacer que no vemos, viejo hábito del establishment local ante todo presidente que mide bien. Ese silencio obsecuente puede ser la peor manera de cuidar a quien está al frente del país.